Hacia el año 1700, la población nativa o indígena de la región mostraba escasa inclinación y aceptación hacia la religión católica, ya que continuaba practicando sus ritos tradicionales. Ante esta situación, un sacerdote jesuita, encargado de la iglesia parroquial, ideó una estrategia para acercar a la comunidad indígena a la fe cristiana. Como parte de esta iniciativa, obsequió a la población una imagen de San Sebastián y otra de Santiago, lo que dio origen a los dos primeros barrios de la villa de Chiquimulilla, denominados San Sebastián y Santiago.

A los habitantes del barrio de San Sebastián se les conocía como “arribeños”, mientras que a los del barrio de Santiago se les llamaba “bajeños”. Para la veneración de las imágenes de estos santos se construyeron dos pequeños templos u oratorios, los cuales se convirtieron en importantes centros de devoción y cohesión comunitaria.

En el año 1768, según lo relatado por el arzobispo de la Diócesis de Goathemala, Pedro Cortés y Larraz, la parroquia de Chiquimulilla estaba a cargo del cura Bernardo Ximenes. En su descripción señala que la parroquia atendía aproximadamente 360 casas, en las cuales solían habitar tres o cuatro familias, tanto naturales como ladinos. Las viviendas eran, en su mayoría, jacales estrechos, sin divisiones internas o con separaciones muy rudimentarias hechas de palos o cañas.

El trabajo pastoral incluía la confesión anual de alrededor de 1,500 naturales, entre niños, jóvenes y adultos, así como 500 ladinos, destacando que la mayoría de los feligreses cumplía puntualmente con el precepto anual de confesión y comunión. En cuanto a la asistencia a misa, el arzobispo observó que las mujeres indígenas eran las más constantes, mientras que muchos hombres indígenas se ausentaban debido a su trabajo en las salinas pesqueras. Los ladinos del pueblo, por su parte, asistían tanto a misa como a la explicación de la doctrina cristiana.

Finalmente, Cortés y Larraz señala que la principal dificultad pastoral radicaba en la persistencia de prácticas supersticiosas entre los naturales o indígenas, quienes continuaban realizando curaciones mediante figuras de ídolos, lo cual representaba un desafío para la evangelización de la época.